En su ensayo «Verdad y mentira en política», Hannah Arend plantea que las mentiras no solo buscan que las personas crean en una falsedad específica, sino que su objetivo más amplio es generar un ambiente de desconfianza tan generalizada, que las personas pierdan la capacidad de discernir entre lo verdadero y lo falso… y se abandonen. Según Arendt, una sociedad a la que se le sustrae la capacidad de juzgar entre el bien y el mal está abocada a la decadencia previa a su fin.
Y es que el efecto devastador de esta manipulación, argumenta Arendt, no es simplemente que la mentira se imponga como verdad, sino que el propio sentido de realidad quede destrozado para la mayoría de la población. En un ambiente social, político y económico donde todo es cuestionable y nada es confiable, las personas pierden la capacidad de actuar racionalmente o de tomar decisiones informadas; pierden la certeza en el orden de las cosas. Para Arendt, esta es la forma más insidiosa de control, ya que las personas no solo pierden su libertad de pensamiento, sino también la habilidad de ejercer su juicio moral. La consecuencia es una sociedad que, sin saberlo ni quererlo, se somete al degradante «imperio de la mentira», como ella lo llama.
Este proceso de erosión de la verdad es especialmente peligroso en los sistemas totalitarios, donde la propaganda y la desinformación se usan para reescribir la historia y manipular la percepción pública. Sin embargo, Arendt advierte que incluso en democracias modernas, donde el acceso a la información es más libre, la saturación de mentiras puede tener efectos similares: el cinismo absoluto y la indiferencia hacia la verdad como bien moral de la realidad. Así, el reto no solo es luchar contra las mentiras, sino también proteger el sentido mismo de la realidad, en la que se basan nuestras decisiones, juicios y valores: la antorcha del Conocimiento y la Libertad Humana.