La reciente DANA que ha azotado Valencia ha sido mucho más que una tormenta. Ha dejado imágenes de calles anegadas, coches arrastrados y familias perdiendo todo lo que tenían. Es un campo de batalla donde se muestran los extremos de nuestra humanidad.
En situaciones de caos y devastación, como en una guerra, mostramos lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Estas circunstancias despiertan una montaña rusa de emociones: esperanza al ver a desconocidos ayudándose, miedo por nuestra vulnerabilidad, desesperación y rabia por las pérdidas. Este torbellino emocional puede desubicarnos, enfrentándonos a sentimientos intensos y contradictorios que desafían nuestra capacidad de adaptación.
Catástrofes como esta nos obligan a valorar lo público, todo aquello que damos por sentado: infraestructuras, servicios de emergencia, hospitales, semáforos, camiones de limpieza. Cuando fallan, el sentimiento de inseguridad se multiplica y el caos toma el control. Sin darnos cuenta, entramos en una «psicología de guerra», como lo que se vive ahora en Valencia y en tantas otras partes del mundo.
Sin embargo, lo que se está viviendo en Valencia hoy parece más propio de una situación desatendida, donde falta una estructura centralizada capaz de actuar con decisión. A día de hoy, la actuación estatal no ha ofrecido lo que se espera de un país europeo y democrático: una respuesta unificada y firme desde un mando central, con una jerarquía operativa capaz de movilizar todos los recursos de la nación para salvar vidas. Las personas tienen derecho a una comunicación transparente y respetuosa, sin maquillar realidades y sin ocultar una cifra de fallecidos que va mucho más allá de los 215 que las fuentes oficiales señalan hoy como definitiva.
Con esta carencia de respuesta, surgen dudas comprensibles. Si las autoridades no despliegan planes de acción, no movilizan el Ejército o no priorizan la recuperación inmediata de infraestructuras para devolver la calidad de vida básica a los valencianos, las preguntas inevitablemente surgen: ¿para qué, entonces, se pagan impuestos? ¿Qué propósito cumple un Estado si no actúa en situaciones críticas? No es una cuestión baladí, es una reflexión legítima.
Imaginemos por un momento un escenario surrealista: el Estado se desentiende de su rol y entrega un millón de euros a cada ciudadano. De la noche a la mañana, todos somos ricos, aparentemente libres… Podríamos tener la casa de nuestros sueños, hacer el viaje de nuestra vida y mil viajes más, realizarnos la operación estética que anhelamos, comprar los bolsos, relojes, coches, estancias en los mejores hoteles, y disfrutar de los manjares más exquisitos. Sin embargo, habría un precio a pagar: al desechar el sostenimiento de lo público, no habría quien vacíe los contenedores de basura, mantenga los hospitales o garantice la seguridad en las calles. Nadie se encargaría de asegurar el suministro de alimentos, de gestionar el agua y la electricidad, ni de mantener las carreteras transitables. Sin quienes regulen el tráfico, reparen las averías o coordinen los servicios de emergencia, nuestra «libertad» se vería atrapada en el caos. Ese millón de euros no tendría valor sin una estructura social que sostenga la vida cotidiana y permita que todo funcione.
¿Te imaginas el panorama? Semáforos parpadeando sin control, servicios esenciales colapsando. ¿Cuánto duraría esa «libertad» en medio del caos? Ese millón de euros perdería su valor sin una sociedad organizada que sostenga la vida cotidiana. Esa estructura, ese andamiaje, es el Estado.
Lo ocurrido en Valencia nos recuerda que el Estado, con sus defectos, es un mal necesario para mantener el orden. Dependemos de lo público. Esto no significa idolatrar las instituciones, sino asumir un compromiso ciudadano: debemos vigilar al Estado, asegurarnos de que los recursos —ese «millón» que simbólicamente nos pertenece a todos— se usen en beneficio común.
La verdadera responsabilidad recae en nosotros, en una ciudadanía que exige, participa y se involucra. Cuando lo público funciona, la vida funciona. Pero cuando se descuida o se abandona, es momento de cuestionarnos: ¿hemos sido guardianes activos de nuestros derechos y libertades?
El verdadero equilibrio está en un Estado al servicio de la gente y una ciudadanía activa que supervise la gestión política. Las catástrofes nos recuerdan, de forma dura, que no existen héroes ni soluciones mágicas. La solución somos nosotros, organizándonos, colaborando y exigiendo lo justo, para estar mejor preparados la próxima vez.
No es cuestión de política o ideología. Es humanidad. Es nuestra capacidad de enfrentar el caos y construir una respuesta conjunta que nos permita seguir adelante. Es lo que hicieron nuestros ancestros y lo que deberán enfrentar las generaciones futuras.
La pregunta real es: ¿qué tipo de sociedad queremos ser después de esta tormenta? Porque la respuesta no está «en el viento» ni en las lluvias. Está en nosotros. Es nuestra oportunidad de reconstruir, juntos.