Vivimos dramas que recreamos constantemente. El drama alimenta y da consistencia a la idea que ha tomado nuestra identidad. Vivimos como poseídos, pues en gran medida nuestra dramatización es una posesión.
Poseído el violento y el pacifista de puertas a fuera. Poseído el que se cree una marioneta en manos de las circunstancias y poseído el que juega a creerse a sí mismo su juego de enseñar a los demás a creer en sí mismos. Poseído el ateo más injurioso y el creyente obsesionado en acatar a pie juntillas el credo al que rinde culto y pleitesía a cambio de hacerle sentir un poco más limpio, un poco más sano, un poco más cercano al roce cariñoso de un dios que suele tener tintes tiránicos.
El niño juega el drama que significa vivir –drama, en su sentido etimológico de “actuación”-, pero a diferencia del adulto no queda preso en el juego. El enfado pasa por su vida, luego la risa, el hambre, el sueño. Los niños son maestros inconscientes, innatos.
Luego caen, en su vulnerabilidad y dependencia, en las manos de la sociedad que les ha tocado vivir; y ésta, con ayuda de sus padres (alumnos aventajados de su sistema), les inculca, graba y enseña una escala de valores, unos protocolos de comportamientos, unas idolatrías, unos tabues, etc. El niño comienza entonces a identificarse y limitarse en un nombre, en un cuerpo, en unas creencias, en una historia de realidades.
Y ahí comienza el periodo larvario de la dramatización como fundamento identificativo de vida. El soy pasa del VIVIR a condensarse en una identidad concretada en una mente y un cuerpo; nos aislamos, nos separamos, nos concretamos… y ahí comienza nuestro drama existencial como drama cotidiano.
Soy niño y he de actuar como niño, he de comportarme de una determinada manera si quiero recibir el cariño de mis padres y amigos. En público he de mantener una serie de patrones y conductas, según donde haya nacido, si quiero ser respetado –que en gran medida significa ser ignorado-. Y así, queriendo vivir la vida siendo respetado o al menos no siendo rechazado, caemos en el rol de las conductas y de los patrones ideológicos.
Por eso la otra mitad de nuestra vida, más o menos, la dedicamos justamente a desdramatizarnos, a intentar desidentificarnos de ese personaje drama, de ese autómata, de ese ser reactivo que tan intensa y profundamente vuelve una y otra y otra vez a dominar nuestra conducta, nuestra acción, nuestro pensamiento. Y en esa escala se mueve la vida de todas las personas en todo el planeta desde que la vida es vida: ciegamente dramatizados, dramatizados a nuestro pesar, desdramatizándonos y desdramatizados.
Ese es el juego. Y ésa es en gran medida la razón, el porqué es necesario una cierta ligereza en el enfoque con que hemos de intentar afrontar nuestros problemas, así como la ligereza -no exenta de ciertas gotas de humor- con que hemos de tomar nuestra identidad y las certezas de los supuestos maestros.
Una compañera nos ha enviado un divertido correo en el que se afirma que su contenido son extractos de un supuesto libro «Desorden en el tribunal», que como le ha sucedido al periodista Andrés Chaves tampoco hemos podido localizar en la red. En todo caso, hayan sido o no verídicas las respuestas y preguntas transcritas por un taquígrafo y dadas por abogados, testigos o acusados, seguro que nos provocarán más de una sonrisa.
Abogado : ¿Cuál es la fecha de su Cumpleaños? Testigo: El 15 de Julio.
Abogado : ¿De qué año? Testigo: Todos los años.
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Dejados tras de sí los días de celebración de la pasión y muerte de Cristo resucitado, algunos católicos amantes de la cristología y la soteriología ―como servidor― echamos de menos una distinción por parte de las autoridades eclesiásticas, de las tres divisiones que podríamos obtener de Jesucristo: el «Cristo lunar de la fe» (el celebrado en Semana Santa), el «Jesús de la historia», y el «Cristo solar o esotérico».
En este sentido, da la sensación que cualquier intento de reivindicar la figura solar de Jesús el Cristo, opuesta tanto a la del Cristo lunar predicada por Saulo de Tarso como a la del Jesús de la historia, ha de darse de bruces, no únicamente con la oposición, o, cuando menos, reticencia de la Iglesia Católica, sino también con la de los mismos cristólogos e historiadores católicos, quienes rechazarían así mismo una figura gnóstico-esotérica de Jesús el Nazareno basada en el mito, la alegoría y el símbolo.
A mi entender, como cristiano católico, el interés del esoterismo por reivindicar su propia figura de Cristo es también perfectamente lícito e, incluso, loable. ¿Por qué hemos de limitarnos al dogma de fe y a la tradición paulina? ¿Por qué basarnos sólo en los pocos datos históricos sobre Jesucristo y los primeros cristianos (véase: Cayo Cornelio Tácito, Anales; Flavio Josefo, Antigüedades de los judíos; Cayo Suetonio, Vida de los doce césares), o en las imposiciones de la «fe del carbonero» del Catecismo de Astete? Acaso, ¿no tenemos los católicos la posibilidad de valernos de la fe que busca entender, la fides quaereus intellectum de Santo Tomás de Aquino?
Sin ir más lejos, es en efecto esta reivindicación el espíritu que subyace en el esotérico Evangelio de San Juan, aquél que ya los cátaros y los templarios asimilaron para oponerse al exotérico y paganizado cristianismo paulino que ha llegado hasta nuestros días de pasos, saetas, costaleros, manolas, imaginería y folclore por doquier, al que consideran de concepción lunar y dogmática. Cátaros y templarios, efectivamente, se ocuparon de difundir una concepción solar del hombre cristiano, o, dicho de otra manera, dar a la vida del hombre cristiano un sentido iniciático, y, por qué no, católico, que encauce una dirección diferente a la que seguiría la involución de la ortodoxia cristiano-católica devenida en Romanismo.
Pero el desafío para cualquier católico de nuestro tiempo es muy grande dado que, esa concepción gnóstico-esotérica identifica a un Jesús, haz de Dios, como a un ser dual simbolizado en una doble faz cuyo envés sería el mismísimo Lucifer, el Portador de la Luz del conocimiento o de la Inteligencia Suprema. El gnosticismo a su vez, como corriente esotérica cristiana inspirada en una concepción solar del hombre, afirmaría ―como defendió el gnóstico Marción― que Cristo es hijo de un Dios de Amor, hijo de un Dios desconocido (el Agnos-Deo de los antiguos griegos), y que todos los profetas y creyentes del Antiguo y Nuevo Testamento serían los acólitos del falso dios del judaísmo, Yahvé. Por tanto, los cristianos gnósticos, a diferencia de los cristianos católico-romanistas, concebirían no a un Dios único sino a un Dios dual: Bafomet, en cuyas dos cabezas estarían la imagen de Dios y la imagen del Diablo. El Abraxas o la idea de que Dios y el Demonio forman una unidad, que el principio del Bien implica el del Mal opuesto, pero complementario.
Al mismo tiempo, el gnosticismo era un desafío poético del pensamiento religioso que se iba imponiendo. Era también ―y parece seguir siéndolo― un desafío político en oposición a un dogma en el cual para engrandecer a Dios había que entenebrecer y «demonizar» a Lucifer, hasta asentar el tradicional negativo concepto judeocristiano de Satán, como ángel caído y personificación e instigador del Mal.
En descargo de dicha concepción revolucionaria y herética de Cristo, conviene recordar y señalar a su vez, el carácter marcadamente gnóstico del Evangelio de San Juan precisamente, y, para acentuar los rasgos divinos de Jesús, San Juan recurre en el Libro del Apocalipsis o Revelación a los elementos alegóricos, a la simbología de carácter solar. Sin embargo, con el consabido triunfo de la Iglesia Constantino-Paulina, el contenido esotérico del Apocalipsis se desvirtúa en pocos años y Jesús pierde rápidamente sus rasgos de dios solar para convertirse en una suerte de personificación metafísica y teosófica.
Pero, ¿qué necesitará el católico para descubrir el tesoro oculto del Cristo solar-esotérico-gnóstico? ¿Cómo se deshará de las tinieblas que no pueden desvelar los ojos de los cristianos católicos, que Fray Luis de Granada, pese a escribir la pueril Vida de Jesucristo (1575), acusaba de «creer a bulto y a carga cerrada lo que sostiene la Iglesia» (Libro de la oración y la meditación, 1554). Para poder hacerlo ―según los cristianos gnósticos―, el hombre debería iluminarse, renunciar al pensamiento y entrar en un nuevo orden mental. Deberá asumir el conocimiento, la gnosis, y, partiendo de ella, arrancarse las telarañas de los ojos para acceder a una nueva dimensión desde la cual el iniciado, el iluminado, ya no puede admitir a pies juntillas la autenticidad de los hechos que narran los Evangelios y, mucho menos, aceptar su condición de canónicos solamente por la prueba de la fe ciega, tal y como decreta la Iglesia Católica Romana, remitiendo al creyente en Cristo simplemente a la imposición del dogma, que elude p. ej. la más que probable pertenencia del Salvador a la comunidad esenio-celota del Qumrán, y su posible cargo de Maestro de Rectitud o de Justicia de la célebre secta del mallete y el mandil de lino blanco de los esenianos (proveniente de la congregación de los devotos hasideanos que se remontan a la época de la construcción en Jerusalén del Templo de Salomón, y que enseñaban y practicaban el amor a Dios, a la virtud y a la Humanidad), en cuyos misterios supuso el teólogo y erudito palestino Eusebio de Cesarea (265-340 d. C.) que fue iniciado un neófito llamado Jeshu Nasirah Bar Nagara, comúnmente conocido como Jesús de Nazareth «El Hijo del Carpintero».
Estemos o no de acuerdo con las tesis gnóstico-esotéricas, los cristianos católicos, entiendo no deberíamos ignorar que hubo en los tres primeros siglos de la historia del Cristianismo decenas y decenas de evangelios no canónicos ni sinópticos que fueron excluidos de la ortodoxia por los archipámpanos del Concilio de Nicea (325), declarados heréticos o carentes de autoridad y condenados, a las tinieblas exteriores del exotérico Romanismo. Esto llevó a René Guenón a ver en el Cristianismo una manifestación de la tradición primordial y en el Catolicismo su degeneración espiritual.
En definitiva, la concepción gnóstica y esotérica del «Cristo solar», no parece contravenir los Mandamientos ni el mensaje de las Bienaventuranzas del Sermón de la Montaña ni las enseñanzas de Jesús cuyo rasgo común es la promesa de un futuro Reino del Amor al cual hemos de llegar los cristianos a través de una nueva conciencia crística pre-cristiana. Lo que decía Karl Gustav Jung, y lo que yo ―salvando las distancias― corroboro, es que hay un Cristo precristiano (Cristo solar) y otro no cristiano (Cristo lunar post paulino-Constantino). Al fin y al cabo, como dijo, San Ambrosio de Milán (339-397 d. C.): «Cristo es nuestro nuevo sol».
Autor: Ramón Guillén
Publicado en este blog con permiso expreso de su autor.
Imagen tomada ayer en un sendero del Monte de la Esperanza, Tenerife
Somos seres llenos de «Cristo», como Jesús de Nazareth manifestó como ejemplo en su vida.
Para intentar vivir conscientemente esta Unidad del Amor, no necesitamos más símbolos ni intermediarios que las personas, seres y circunstancias que para esta función nos disponga la vida.
Desde una perspectiva histórica, recientemente han acaecido dos grandes sucesos que han dejado sin fundamento la división de opciones políticas en términos de izquierdas o de derechas: la caída del muro de Berlín y el fin del comunismo en la Unión Soviética.
Estos paquetes dualísticos de estructuras ideológicas han quedado reducidos a rémoras de un enfoque de acción política que subsiste por mera inercia. Un creciente número de ciudadanos se ha hecho consciente de esta realidad y proclama una vuelta a los orígenes, cuando la Política se resumía y concretaba en la acción necesaria para satisfacer las necesidades de la comunidad; si había personas débiles o enfermas, se les atendía; si algunos tenían hambre, se les alimentaba y ayudaba para que hallaran sus fuentes de sustento; si un anciano se hallaba en sus últimos días, se le intentaba hacer menos doloroso el tránsito hacia el otro mundo.
El enfoque no se situaba tanto en el medio de intercambio -en el símbolo del dinero, que más tarde sustituiría al trueque-, sino en los límites que acotaban la dignidad inherente a nuestra condición humana. Bien es cierto que según esa comunidad iba aumentando en integrantes, el valor del individuo iba menguando en incremento del supuesto bien del conjunto, tal y como señala la metáfora del cuarto de baño de Isaac Asimov…. (más…)
Existe la posibilidad de que realmente no seamos un cuerpo ni estemos acotados por sus límites.
Es posible entonces que realmente exista la eternidad, que no muramos nunca al ciento por ciento; que eso que pervive eternamente y que es parte de nosotros -quizás, nuestra auténtica esencia- se recree en todo lo manifestado, y que en el fondo todos interactuemos con todos en un plan definido previamente sin haber quedado restos en nuestra conciencia…. (más…)
«Ser esta realidad quiere decir que yo me reconozco en esa totalidad, en esa Realidad, Plenitud, Ser, Inteligencia, allí donde esa Inteligencia y Plenitud son. No consiste en pretender traer esto aquí, a mi zona personal, sensible. Consiste en que yo me reconozca en lo que SOY allí donde lo soy. Que yo reconozca «Dios» allí donde «Dios» ES. Por lo tanto, yo traslado mi centro, de mi plano anterior donde estoy acostumbrado a vivir, a un plano más profundo donde aquello ya ES «allí «. Entonces yo vivo desde ahí, y puede ser que por el medio las cosas anden bastantes perturbadas.
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Yo puedo sentirme muy mal físicamente, emocionalmente, etc., y no obstante Ser Eso. Y he de aprender a mantener eso que Soy, a seguir siendo eso que soy a pesar de cómo me encuentre, de cómo me sienta. Porque si no, si confundo mi ser con mi sentir, estoy armándome un lío gordo… Es aprender a descubrir que Yo Soy allí donde YO SOY. y que ese «allí» es aquí en profundidad. Aprender a instalarme en esa profundidad y desde allí vivir todo».