“Dios mueve al jugador y éste la pieza… ¿Qué dios detrás de dios la trama empieza?” Jorge Luis Borges
Edmund Kemper era un joven americano de conducta modélica. Cuando su padre les abandonó, su madre le envió al campo a casa de sus abuelos. Un día, sin razón aparente, asesinó a los ancianos a sangre fría; tenía quince años. Cuando se le preguntó por qué lo había hecho, respondió que quería saber qué se sentía al matar a sus abuelos; fue ingresado en un centro psiquiátrico. Allí, el equipo de psicólogos descubrió que ese niño había sido víctima de una enfermiza presión psicológica por parte de su madre, así como que poseía un coeficiente intelectual excepcional, suficiente para ser admitido en organizaciones como Mensa. Esa misma inteligencia le indicó cómo granjearse poco a poco la confianza de los responsables del centro, hasta acabar teniendo acceso a las anotaciones de los psicólogos en los expedientes de los enfermos. Pudo así memorizar las respuestas que estos consideraban propias de una persona “normal”.
Tras un periodo de reclusión prudencial fue puesto en libertad por su excelente conducta. A pesar de que el propio Ed Kemper solicitó encarecidamente que no se le enviara de nuevo con su madre, los psicólogos consideraron que ésta podría ser una buena terapia… Esa decisión tuvo como consecuencia los asesinatos de seis adolescentes y el ultraje sádico de sus cadáveres. Aparentemente el asesino cometía sus crímenes a modo de desahogo, pues todos los perpetró tras una fuerte discusión con su madre. Hasta que una noche, cuando la tensión se le hizo insoportable, la mató a martillazos mientras dormía. Luego la decapitó y usó su cabeza como diana de dardos. Finalmente tuvo relaciones sexuales con el cadáver y le extrajo las cuerdas vocales, para luego tirarlas al triturador de la cocina. Fue sentenciado a cadena perpetua. Pasado un tiempo solicitó que se le practicara una lobotomía, petición que le fue denegada. Hoy en día continúa cumpliendo condena en la Prisión Estatal de Vacaville, mostrando un comportamiento intachable. Entre otras actividades, participa activamente en diversos estudios sobre la mentalidad de los asesinos en serie y lee libros para los reclusos ciegos.
Aunque éste sea un ejemplo tan desagradable como extremo, nos plantea en su más cruda desnudez el enigma de la conducta humana. ¿La naturaleza sana y “normal” de una persona –es decir, lo que dignifica, da valor y sentido a su humanidad- hay que fundamentarla en nuestra inteligencia analítica, lógica y racional, o más bien en el sentir emotivo o sensitivo que nos induce a empatizar en pensamiento y sentimiento con las circunstancias de otras personas? ¿Existe realmente algún patrón que pueda resultar fiable para revelar la auténtica naturaleza de las personas? Lo cierto es que existen individuos que han perdido el equilibrio mínimo mental que nos permite considerarnos relativamente “sanos”, y sin embargo pueden aparentar un comportamiento “normal” y honesto; como de igual modo en otros casos, individuos con una emotividad anulada -no ya sólo en empatía con sus congéneres sino en el íntimo contacto con sus propias emociones o sentimientos- pueden también fingir, en ese juego de puesta en escena que no deja de ser la vida en sociedad, una actitud mimética, como de cálida cercanía.
¿Qué nos hace confiar en una persona? Inicialmente, el valor de su palabra. Con mayor o menor decepción, todos hemos experimentado los efectos de haber depositado cierto nivel de confianza y expectativas en personas de las que apenas conocíamos sólo sus palabras. Si lamentablemente su proceder termina por dar crudo testimonio de la falsedad de su actitud, ¿debiéramos considerarnos víctimas de un engaño circunstancial o deliberado, o más bien de nuestra ingenuidad por la levedad con que hemos brindado confianza y construido expectativas, basándonos en la palabra de quien en los hechos no ha dejado de ser un completo desconocido?
¿Qué hace creíble a una persona, que le otorga credibilidad? Esencialmente, que haga lo que diga y crea en lo que haga. Al fin y al cabo, la coherencia con uno mismo nos hace ser coherentes con los demás. Frente a la “comprensible” motivación de quien desde la astucia busca obtener un interés y por ello, si es preciso, seduce, engaña o miente, se da también el caso del engaño por sublimación patológica: una recreación a escala de juego de rol, que se alimenta tanto del proceder del personaje que se sabe personaje (o al menos, se supone que lo sabe), como de la reacción de quienes caen en su juego y son reducidos a meras piezas de ajedrez, ajenos inicialmente al cariz de tales engranajes.
Ante estos comportamientos tan anormales como innaturales, cabe preguntarse: ¿por qué y cómo se han enfermado y deteriorado aquellas relaciones humanas en las que un simple apretón de manos sellaba la palabra dada, sin necesidad de aval alguno? ¿Qué nos hizo distanciarnos del compromiso asumido hasta el sacrificio -“sacrificio”, en su sentido etimológico de elevar ese compromiso a “sagrado”-, para acabar en algunos casos pervirtiéndolo, atrofiándolo y reduciéndolo a una decepcionante marrullería protocolaria?
Es de suponer que aquellos individuos que en las relaciones humanas pecan como norma con su palabra -al creer, en su criterio, que quien engaña de entrada gana-, proyectan en ese trato con los otros, junto con la evidencia de su conflicto interior, su incapacidad para dignificar lo que da fe y testimonio de su valor intrínseco como persona.
Es posible que el factor represivo inserto en la educación recibida por todos para poder convivir en sociedad –aquella que nos alienta a ser siempre sinceros, salvo en los casos (numerosos) en que nuestra sinceridad pueda resultar vergonzosa, comprometedora, incómoda o molesta para el otro o para nosotros-, fragüe en el interior de cada uno un aspecto enfermizo, que busca aislarse del contacto directo y espontáneo con el sentir natural de nuestra persona.
Este proceso de huida inconsciente, que casi todos experimentamos en alguna medida, puede en los casos más extremos derivar en conductas violentas, autodestructivas o en comportamientos de patología psicótica en la interpretación de la realidad, aunque en la inmensa mayoría de las personas no suele ir más allá de una tenue como melancólica sensación con la que a veces se nos tiñe el momento de cierto vacío.
Aceptar la existencia de nuestro conflicto interior y abrirse a él sin juicios es una excelente manera de ahondar en su naturaleza, para -por medio del valor terapéutico y sanador del perdón- comenzar a recorrer el largo camino de desestructurar los rasgos limitadores y parasitarios de quien nos han enseñado a creer que es más real que nuestra auténtica identidad: aquella que refleja fielmente y con total normalidad lo que en verdad somos, y que une en su esencia, a pesar de su infinita disparidad, a todos los humanos que existen, existirán o han existido, desde los más santos a los más “perdidos”.
Buscar el ser normal implica perder (soltar) lo que nunca hemos sido.
Es tan fino, tan sutil ese trazo que nos separa…como profundo el daño que podemos causar y causarnos. Nuestros actos, son la creación de nosotros mismos…Se abre el telón…
Llevar a la reflexión comportamientos, no sólo los reconocidos o llamados patológicos, no sólo el de los demás, sino el nuestro propio, nos permitirá detenernos en el significado de lo que son las relaciones sanas, en el por qué se ha hecho ley en esta vida ante tanta mente retorcida, tener que retorcer cada día más nuestro colmillo para poder sobrevivir y no ser victima de la desaprensión y falta de consideración de los demás. Es una reflexión muy necesaria, para poder revelarnos contra nosotros mismos, para dejar de justificarnos y poder reaccionar.
El único patrón que existe es la conducta, el comportamiento. Para intentar comprender un determinado comportamiento, tendríamos antes que profundizar en los hechos y experiencias personales que lo preceden y condicionan. En esas etapas, periodos o estadios de su desarrollo y analizar si se han superado y consolidado adecuadamente, si han evolucionado, o por algún motivo se han quedado estancados. Ya que como muy bien apuntas, la infancia tiene un papel decisivo en la formación y es de ahí de donde suelen venir muchas de las causas, cadenas y esclavitudes que motivan y condicionan un determinado comportamiento, por complejo, inestable, absurdo, enfermizo o retorcido que este sea.
En un trocito del camino comentamos un día, que una persona sin palabra es menos que nada. También he comentado alguna vez, el valor que tenia y tiene para algunas personas estrechar una mano, ese gesto para los “ganaeros” y gente de campo incluso hoy en día, sigue siendo ley. Esa palabra dada es y debería ser para cualquier persona suficiente garantía. Porque si una persona no es fiel, no es leal con su palabra, con sus relaciones con los demás, no lo será con nada en la vida y esa falta de respeto hacia la vida y las circunstancias de los demás, hacia si mismo, nos demuestra un desequilibrio en su estilo de vida que hará perder toda credibilidad en su persona. El que no lo es en las pequeñas cosas, no lo será tampoco en las grandes … ¿Cuáles son las pequeñas y cuales las grandes? ¿Hay prioridades o medidas en el valor de tu integridad, honestidad, lealtad o fiabilidad?. Una persona sin palabra, tan sólo es un mendigo de si mismo lleno de vacíos y soledades, sin tan siquiera la capacidad de determinar sus propias posibilidades o consecuencias. Es el eterno errante y a la vez único rehén de sus propios engaños, de su falta de respeto, de su falta de seriedad. Porque una persona, tiene el valor que tenga su palabra y su conducta, no existe otro valor, todo lo demás es flor de un día, luz de gas, un guion con fantasías.
Hemos hablado en muchos artículos de la conducta, de eso de aprender a escuchar lo que hacen las personas, más que lo dicen con palabras tantas veces premeditadas, adornadas, manipuladas y falsas que demuestran que no son la cosa… Hemos hablado muchas veces de aprender a identificar esos matices que diferencian las huellas en el camino y que silentes, son la indiscutible manera de expresar lo que realmente somos. Si, hemos hablado muchas veces de ello, pero es que aprender, está visto que sólo aprendemos tropezando, tal vez porque las heridas del desengaño por profundas que estas sean, duelen menos que llegar a reconocer que tenemos que perder la confianza por completo en el ser humano y algunos, seguramente ilusos de más, nos permitimos el lujo aún hoy en día, de no querer retorcer nuestro colmillo sin antes haber brindado la oportunidad de demostrar que aún no está todo perdido en la humanidad, que si depositas tu confianza, no siempre tiene que ser traicionada, pisoteada o motivo de diversión.
Me ha gustado mucho tu artículo. Es un inmenso honor compartir trocitos del camino, con quien te demuestra que aun quedan personas con palabra y en las que se puede confiar sin necesidad de tantos avales y certificados de garantía. Un abrazo.
videntes de verdad
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tarotista amor
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