El otro día me encontré en un centro de salud con este curioso ruego. Aunque lo que solicita es comprensible por todos, me llamó la atención la idea de medir el silencio. Paradójicamente, lo único medible del silencio es su grado de ausencia. El silencio es pleno, radical, indivisible: o hay, o no. Incluso cuando utilizamos expresiones como un «poquito de silencio», realmente lo que medimos no es su cantidad sino su duración.
Y así estuve esperando ser atendido por mi médico de cabecera, gran profesional. Traté de pasar página y olvidarme de ese mensaje, pero ahí estaba, prácticamente frente a mis narices. Pensé entonces en las clases de silencio. El que nos rogaba el cartel era el silencio externo, el medible en sus grados de ausencia; así -como todos intuimos en su significado-, rogar por un mayor silencio significa rogar por una menor cantidad de ruido, de voces, de toses, de móviles absorventes encendidos. Ese es el silencio exterior, por así decir. Pero en nuestro interior existe el silencio más «elevado», aunque igual de total y rotundo. En este nivel, ese silencio interior está siempre presente, pero el fluir incesante de nuestros pensamientos, sentimientos y percepciones nos impiden verlo o sentir siquiera su presencia; como el agua revuelta de una corriente, que una vez calma permite ver el fondo pedregoso que siempre ha estado ahí, como sustrato del río, por ejemplo. Este silencio es aún más subjetivo que el rumor mudo de los pensamientos; más íntimo. De hecho, cuando más pretendemos que el silencio exterior nos ayude a silenciar nuestro interior, generalmente más conseguimos que la «revoltura» suba a la superficie de nuestra atención y nos demos cuenta del constante fluir de pensamientos y percepciones que surcan nuestro interior constantemente, casi a niveles paranóicos (muchas veces sin «casi»). Por eso a algunas personas les da miedo guardar silencio exterior, porque afloran sus «sombras»; otras personas simplemente no pueden siquiera intentarlo, pues el caudal de ruido interior del que toman consciencia es tan ramificado y denso, y los sentimientos y emociones que activan tan hirientes e intensos, que prefieren vivir ignorantes de su lastrosa presencia.
Ramana Maharshi dijo: «El silencio tras una vida hablando y el silencio tras una vida de silencio, es el mismo silencio». Supuestamente se refiere a esa capa silenciosa, de potencial consciencia, que nos permite darnos cuenta de las cosas que pasan y de nuestra propia existencia. Un rasgo que, al margen de formas y especies, compartimos todos los seres sintientes. Por eso es sólo Uno, como el Silencio siempre presente y todo abarcador que nos observa a todos constantemente. Como un travieso y amoroso niño jugando silencioso con sus figuras, reencarnándose en ellas y en sus peripecias.
Y ahí estaba yo, ahondando mentalmente en el terreno de lo no dual, absorbido por el juego de ideas en vez de amontonar mayor silencio, cuando la puerta de la consulta se abrió. Mi médico repasó entonces su lista de pacientes y pronunció mi nombre. Afortunadamente, la analítica anual estaba dentro de los parámetros normales, según me indicó, incluido el tan temido colesterol.
Salí del centro de salud agradecido y el resto del día transcurrió normal, como todos, absorto en el fluir de las cosas. No fue sino a la noche, antes de acostarme, cuando volví a acordarme de aquel curioso cartel y de la frase inmensa de Maharshi. Todos somos el mismo silencio. Quizás rogamos ganar lo que ya somos.