El VIAJE DE RIDDHI

El mensaje de las luces de Navidad

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«La Natividad», de Georges de La Tour (1640)

Parece que este año se vive la desesperanza en muchos aspectos, y su más peligroso aliado: el miedo a lo que pueda traernos la vida. Esta situación es palpable a lo largo del año, observando el ambiente enrarecido de medios y redes y la irritación emocional en la que ha derivado tanta indignación no canalizada. Este ambiente enrarecido ha dado lugar a unas relaciones entre extraños frías, soterradamente agresivas… Parece que quedaron en el pasado las formas primigenias del trato entre semejantes -la llamada asignatura de «urbanidad»-, en la que resultaba inconcebible no entrar en un recinto sin desear los buenos días a los presentes, o tan sólo apreciar su presencia saludándolos. Ese vínculo parece que hoy en día ha pasado al olvido, como compartir con propios y extraños las luces navideñas.

Nos hemos abandonado tanto como sociedad, que dejamos la responsabilidad de nuestro destino en manos del Estado; y en estas fechas, la responsabilidad casi absoluta de recrear en nuestas calles -en nuestras venas comunales-, el ambiente navideño. Tristemente, sin la decoración navideña llevada a cabo por los ayuntamientos no parecería que estuviéramos celebrando estas fechas. Cierto que hay ambiente en los centros comerciales y que estos se afanan en decorar sus inmensos locales con precisión científica para que ese deseo navideño -muchas veces, vacío anhelante de corazón-, se intente satisfacer o anestesiar mediante el consumo. Es cierto también que la Navidad ha derivado con los años en una fiesta de hedonismo colectivo, de celebración de los sentidos; de romper las limitaciones que nos impone durante todo el año el sentido común de nuestras carteras, y permitirnos en estas fechas disfrutar de todo aquello que nos prohibimos. Pero la Navidad es mucho más que darle gusto a nuestros sentidos, como en el fondo bien sabemos.

Sin duda, al margen de todo «buenismo» (fatal expresión, afortunadamente en desuso), la Navidad es la época del año donde se hace más evidente la verdadera distancia entre ricos y pobres; y hablando de ricos, también es el periodo en el que las compañías eléctricas se frotan las manos al dispararse el consumo… Quizás por esto, por una razón más pragmática que los valores navideños, es por lo que este año apenas hay ambiente navideño en las casas a la luz de las calles. Cuestión de prioridades y, quizás, de ver en ello un sinsentido.

Adornar las casas con decoración navideña que pueda ser vista en el exterior, puede ser para algunos un signo de ostentación, pero también una manera de lanzar un mensaje de esperanza a quienes las vean; algo así como enviar un mensaje de amor dentro de una botella y echarlo al mar… Y aunque en la razón de ser de esa decoración pueda haber algún deseo vanidoso, también hay en ella entrega. Y en todo caso, un símbolo que refleja el sentido de pertenencia, de comunidad.

Una población que vive encapsulada en la intimidad de su pequeño núcleo familiar, vive en un sueño, por cuanto en cualquier momento la vida nos enseña que nos necesitamos, propios y extraños. A pesar de todo el miedo que nos han inculcado y del fariseísmo casi paranoico de los medios, existe realmente un sentido digno de individualismo que tiene poco de exhibirse y recrearse en el universo de nuestro ombligo. Un individualismo ancestral, inmutable: aquel que ve en el otro, aun en su intriga como desconocido, a un ser individual esencialmente igual a mí.

En un periodo donde la ideología política ha devenido hueca de principios en su estrechez de miras, debilitando incluso el sentido innato de comunión -es decir, el sentido innato de convivir entre congéneres-, se hace más necesario que nunca no perder como sociedad la esperanza. El miedo y el silencio ante ideologías extremistas pueden convertirnos en silentes verdugos de execrables injusticias si no nos mantenemos anclados en ese punto de apoyo que late en cada uno de nosotros y en todos como grupo. Si perdemos ese sentido de comunión, estaremos como sociedad perdidos. Aferrémonos en los actos cotidianos al dicho que dice: «mientras hay vida, hay esperanza»; mientras el corazón nos lata y así lo sintamos, vivo y presente, todo es posible.

Que 2020 traiga nos un periodo convulso (como así parece) pero liberador, en el que una creciente mayoría comprenda nítida y claramente este hecho: tenemos más virtudes que nos unen que defectos que nos separan, dentro y fuera de cualquier frontera… No nos encerremos en nuestras cuevas de confortable tecnología y soledad ni nos sometamos a las doctrinas de redes, partidos o medios. Encendamos nuestras luces por dentro y por fuera, dentro y fuera de nuestro hogar, dentro y fuera de nuestro ser. Independientemente de nuestras creencias religiosas o políticas, apartemos las ideologías de nuestro corazón por unos días y permitámonos respirar en este periodo la magia del amor en lo aparentemente cotidiano, tal y como hacíamos de forma innata durante todo el año cuando niños.

El ser humano puede ser sin duda el demonio más mezquino y atroz para el hombre, pero también el más fiel reflejo donde cada persona puede hallar a su igual, a su Ser, a su «Dios», a su «Salvador».

Si es posible y te nace, comparte tu luz con todos; sólo ahora, constantemente siempre, en este único momento.

¡Feliz Navidad y un esperanzado 2020!

RIDDHI

«Tondo Doni», de Miguel Ángel (1503)

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