Como todos sabemos, nos daña más el tener miedo a tener miedo que el propio miedo como experiencia circunstancial.
“La violencia no existe en el corazón de Dios, sino solo en la mente de los hombres”. Dos «hipermegaconceptos»: Dios y Corazón. ¿Es Dios un ente, un Ser, una Conciencia individualizada que nos ha creado como puntos de Su conciencia y nos observa, nos reta, juega –en su mejor sentido- con nuestras experiencias a un juego que en el fondo desconocemos?
¿Y qué es el corazón? Además del órgano corpóreo que no viene al caso, ¿es el sentir, es el alma, es lo espiritual, es lo “bueno” en nosotros?
Una piedra angular en ese limpiar el “corazón” –la mente- es profundizar en la vivencia del perdón, exenta de cualquier connotación de arrogancia disfrazada de bondad. El perdón comprendido como razón de ser por nuestra ceguera; la nuestra como individuos y como especie que desconoce su naturaleza y cae al planeta a ciegas; pero también de la sociedad, que con tales pilares nos gobierna.
Hemos de aprender a perdonarnos y permitirnos sentir en soledad aquello que tanto miedo nos da sentir, por la culpa. Si conseguimos no identificarnos con nuestra voz tirana que nos culpa por haber hecho esto o por no haber hecho aquello, nos permitiremos sentir, sufrir ese sentimiento y liberarnos de él… Nos dará miedo el hecho de que, al meternos en esa cueva, comenzarán a ascender emociones, sentimientos, complejos, temores, maldad, miseria: asco. Y el más grande de los ascos, quizás, será al darnos cuenta de que esa voz interna que tanto nos aleccionaba, que tanto nos justificaba, que tanto nos “protegía”, es pura miseria: un fantasma, una mentira, un asesino.
Y esa mentira asesina emplea la razón, los pensamientos nobles: las palabras. Por eso el valor del silencio en la meditación: pues el mar se calma, el ruido cesa y nos roza en destellos la esencia de nuestra naturaleza. Inefable, incomunicable, pero una vez sentida, nace el ansia que no cesa hasta que nos fundamos en Ella.
Esa cueva da miedo, pero bendita sea.
