«La Gran Belleza» es una película sabia, visualmente hermosa y con excelentes fundidos de música y contenidos, aunque durante los primeros minutos parezca una crítica a la frivolidad de la sociedad italiana (y en general, a la de todos los países globalizados del primer mundo).
El autor muestra su amor por Italia -por su creatividad y riqueza artística-, y lo hace por medio de un personaje que resume el prototipo de dandy italiano: un escritor de un solo libro que ha conseguido llevar una vida de disfrute en los ambientes más lujosos. Su conclusión la resume en una escena brillante en la terraza de su ático, frente al Coliseo. Una de sus mejores amigas trata sutilmente de adquirir cierta altura moral frente a los demás, y él, con cuatro observaciones certeras sobre su persona, la pone a la misma altura que el grupo: somos seres que inventamos la banalidad para no tener que ver reflejados en los ojos de los otros el dolor y las sombras de nuestro fracaso existencial. En nuestro fondo, todos estamos «al borde de la desesperación» por nuestras «vidas destrozadas». (Fracaso, al menos, desde la perspectiva oficial que nos señala nuestra realidad como la de seres humanos que nacemos con una mente encerrada en un cuerpo que avanza inexorable -generalmente por el camino de la decrepitud- hacia la muerte.)
En algunos tramos la película recuerda la frase de Anandamayi: «Hablar de Dios es lo único que vale la pena. Todo lo demás es vanidad y dolor». Es una obra de gran belleza visual, con dosis de nostalgia hacia la pureza de nuestro corazón antes de perderse (aparentemente) en el mundo de las aversiones y los deseos.
Del trailer:
«Todo está resguardado bajo la cháchara y el ruido.
El silencio y el sentimiento
La emoción y el miedo
Los demacrados e inconstantes destellos de belleza