Esta escena de la película «La misión» es una bella metáfora de nuestra existencia.
Robert de Niro interpreta a un mercenario tratante de esclavos (Rodrigo Mendoza) que busca la expiación de sus pecados acompañando a un misionero. Juntos, se adentran en la selva en busca de un poblado indígena. Mendoza, para darle más valor a su penitencia, escoge durante el camino las sendas que exigen mayor esfuerzo, por complicación y riesgo. Además, como carga de su pena, arrastra atado a su cintura un fardo lleno de objetos pesados, como expresión física de sus culpas y pecados.
Llegado un momento, el misionero no puede contemplar tanto sufrimiento sin sentido y corta la soga, cayendo al vacío ese peso en forma de condena. En ese instante, más allá de la liberación del peso físico, Mendoza, roto por dentro, rompe a llorar y gritar, liberándose por fin de su auto condena.
De igual modo, todos llevamos nuestro propio saco -o nuestra cruz- de culpas, prejuicios, resentimientos y temores, los cuales arrastramos en la memoria de nuestra mente: pensamientos de vivencias pasadas que se resisten a perderse en el olvido, aunque no existan en la realidad de este instante.
Con el paso de los años, en el arrastrar de esa bolsa imaginaria vamos acumulando más prejuicios en forma de recuerdos de instantes pasados, y con ello, aumenta ese adormecedor sentimiento de que la vida se nos hace poco a poco más pesada: sentimos menos instantes de goce y más de pesar y condena. Casi sin darnos cuenta, comenzamos a ver a la muerte aún con temor, pero en cierto sentido como una liberación al peso de nuestra existencia.
Arrastramos al presente pensamientos de vivencias pasadas y proyectamos en ese estado la visión de un posible futuro. A ese estado, casi sin ser conscientes en medio del ajetreo diario de las propias obligaciones cotidianas, se une un creciente sentimiento de vacío. Sin embargo, desde la antigüedad, todos los sabios reconocidos por las diferentes civilizaciones han proclamado, en esencia, que la Vida es ante todo goce: un mágico y misterioso goce divino del cual, aun no siendo del todo consciente, los humanos somos actores estelares en este perfecto juego cósmico.
Así que algo debe fallar en la percepción colectiva de lo que significa «vivir la vida»…¿Será la tenebrosa sombra del inevitable fin de nuestro existir?
La Muerte es considerada para muchos como una liberación; lo que atemoriza no es tanto la vivencia en sí sino el posible sufrimiento previo. La Muerte, entonces, sería como traspasar la puerta y hallar la respuesta de esa duda que todos tenemos en mayor o menor grado: ¿somos los humanos realmente espíritus eternos encarnados…o simplemente lo que los sentidos perciben: seres capaces de las mejores obras y de los actos más mezquinos y aborrecibles; capaces de amar y de matar por el mismo sentimiento de «amor»; capaces de dar su vida por la de otros o de humillar y torturar a un extraño por unas ideas o por simple placer?
Los sabios de la espiritualidad dicen que el amor lo llena todo y que el miedo sólo es la decisión, consciente o no, de percibir la ausencia del amor. Para ellos, la causa del miedo es, fundamentalmente, la sensación que se experimenta al creerse separados de Dios; de creerse seres apartes del universo, encerrados en un cuerpo frágil y vulnerable al dolor y al ataque, cuyo último fin es morir. El miedo sería entonces la ausencia de amor, o de Dios.
También afirman que la eternidad existe sólo en el ahora. Que nos equivocamos cuando formamos una línea temporal que une pasado, presente y futuro; que es una ilusión colectiva del tiempo. Dicen que el único tiempo real, y cuando únicamente es posible la vivencia de la vida como fenómeno eterno, es siempre y sólo ahora: en el instante.
Dicen, finalmente, que la única búsqueda que realiza el ser humano en su estancia en este planeta siempre ha sido la Realidad del Amor. A través de sus experiencias, va descubriendo ante sí las capas de egoísmo, de temor, de dependencia, de culpa, de cobardía, de soledad, de engaño o resentimiento que confundía con la vivencia pura del amor.
El Amor final, la percepción real de ese estado, va más allá del concepto que pueda tenerse de uno mismo. Ese amor es un estado existencial, un sentir más que un razonar, en la que la lógica de los sentidos sucumbe ante lo inefable de la unión en y con la eternidad. Y lo curioso de todo este proceso es que esa vivencia que lo llena todo, siempre ha estado presente en nuestro ser y en cada ser que puebla la existencia. O mejor dicho: existe en un mundo que coexiste con el de los cambios y las formas. Y sólo es uno: somos Uno. Vivimos en una misteriosa contradicción entre nuestra auténtica realidad, única y plena, y la vida cambiante de la separación y las formas.
Y en ese sendero nos hallamos todos: la búsqueda del despertar al reencuentro con la vivencia del Amor-Dios. Creyentes y ateos, asesinos y santos, ricos y hambrientos, cada ser humano es en su esencia un buscador de la felicidad: de un estado de goce, paz y plenitud en su vida. Sin culpas, sin temores, sin carencias.
[Dios es una palabra que para muchas personas lleva implícitas la idea del bien y el mal, el juicio, el castigo, la represión, la culpa y la mentira. Personalmente, uso la palabra «Dios» como la Realidad del Amor Incondicional Pleno. Sólo el amor, la vivencia real de éste, nos da la sensación de libertad, independientemente de nuestras circunstancias personales. Al ser el amor una vivencia siempre expansiva, rompe las barreras que nuestra propia mente nos marca sobre lo que creemos ser, normalmente para encubrir -proyectando nuestro juicio a los demás o a las circunstancias del «destino»- nuestras propias limitaciones producto de nuestros propios miedos (la mayoría de ellos, inconscientes).]
Al final sólo nos queda nuestra única posesión: la capacidad de decidir en nuestro libre albedrío. Crecer o mantenerse tal cual se piensa que se es. Buscar o proseguir tal cual se ha sido. La falta de respeto a esta sagrada libertad individual es la causa de casi todos los conflictos entre personas, grupos y pueblos que habitan el planeta.
Y…bueno, si aún sigues ahí, permíteme que me permita darte un consejo: pide aprender a perdonar. No puede haber culpa ni resentimiento si antes no ha habido un juicio, ya sea sobre otra persona, sobre una circunstancia de tu vida o sobre todo lo que te rodea. Juzgar implica separarte, aislarte. Tu mente es especialista en argumentar tus razones para no perdonar, o para considerarte negativamente en cualquier aspecto de tu persona (o para desvalorar al autor de estas palabras y a su contenido). El perdón auténtico nace siempre del corazón, nunca de la soberbia, disfrazada de bondad, que en realidad expresa un sentimiento de superioridad moral sobre otra persona.
¿Y qué ganas perdonando a los demás o a ti mismo? Liberarte del pasado, de conceptos limitadores que tienes de ti mismo o de tu vida, que te hacen actuar casi como un autómata; de permitirte que la vida te sorprenda; de dejarte sorprender por ti mismo. Si perdonas a los demás, llegarás a experimentar que a quien perdonas es a ti mismo, pues siempre que ves algún aspecto negativo en otros que te incomoda, es un reflejo de algo en ti que no quieres admitir y que intentas proyectar culpando a esa persona en quien lo ves reflejado. Perdonar, en suma, te permite librarte de mucho, mucho pasado que llevas en ti casi sin ser consciente y que te quita la oportunidad de disfrutar cada vez más del milagro de tu existencia. Este es el mejor truco para sentirte lo antes posible mejor contigo, con los demás y con la vida: aprender a perdonar de corazón.
Jesús de Nazareth dejó toda su enseñanza concentrada en una frase: «ama a tu prójimo como a ti mismo». Quizás la letra pequeña de esta frase sería que, en realidad, tras el mundo temporal de las formas y el cambio, todos esos reflejos que ves en forma de personalidades encerradas en cuerpos, eres tú mismo. De ahí también se puede vislumbrar el porqué de su consejo sobre ofrecer la otra mejilla: perdonar a quien trata de ofendernos es realmente perdonarnos a nosotros mismos de esa parte de sentimiento de vulnerabilidad, temor y miedo que todos llevamos latentes en nuestro interior y que proyectamos a los demás en forma de agresividad o falta de respeto. Perdonar es la mejor terapia para comenzar a sentirnos bien, en paz, y a llenar con ese sentimiento a nuestras vivencias, a los que se crucen en nuestras vidas y a todo lo que nos rodea. Y eso no se puede comenzar a experimentarse en las ideas de un pasado inexistente ni en un ensueño de un futuro cercano. Sólo es posible cuando el tiempo es real: ahora, a partir de este instante. Sin pasado, sin futuro pero con lo mejor de la vida esperando por llegar a manifestarse a través de tu persona.
Todo en tu vida depende de ti. Sólo tus propios pensamientos pueden convertirse en tu peor enemigo. Sólo tu disposición a cambiar con el corazón puede hacer posible el milagro en tu vida.
Que Dios -y si te molesta el término religioso- (Que la buena suerte, el amor o la vida) nos bendiga a cada uno de nosotros.
Juan, gracias por ofrecernos esta reflexión… creo que muchas veces, estamos tan impregnados de lo cultural, que nos impide ver el verdadero sentido de las cosas. Es ahí cuando la «mente nos traiciona». Al hablar de momento presente, pasado, futuro o Dios, hay pre-conceptos de estos términos, dado por lo cultural y social, que entorpecen la comprensión.
Liberarnos, es lo mejor que nos puede pasar, liberarnos del pensamiento del juicio y sobre todas las cosas, como bien planteas en esta entrada, liberarnos a través del perdón. Soltar de una vez la pesada carga!, que en definitiva no es ni más ni menos que con nosotros mismos.
Saludos! 🙂
BeT
Hola Bet,
Esa liberación que apuntas en tu comentario forma parte del trabajo «pulidor» al que nos anima la vida día a día. Un Maestro sintetizó la esencia del Zen en un verbo: «soltar».
Esta escena de «La Misión» muestra este proceso, y cómo la compasión es la encargada final de «cortar» el hilo que nos ata a las culpas y lastres del pasado. Todo un proceso acumulado en años… se libera -como un milagro- en un instante.
Mucha gracias por lo que compartes en tu comentario.
Un abrazo,
juan
La verdad es que nada existe, todo es ilusión y la mejor de todas esas ilusiones es el tiempo, creemos que existe el tiempo pero realmente solo existe MEMORIA de lo que hemos vivido. SÓLO EXISTE EL AHORA, pero si lograramos abstraer nuestra mente totalmente SOLTANDONOS, OLVIDANDONOS de nosotros mismos.OLVIDADNO LAS PALABRAS CONQUE HABLAMOS, OLVIDANDONOS DE TODO..DE TODO entonces se diluiría ese EGO al que erroneamente llamamos YO y nos dariamos cuenta de que no HAY MUERTE que temer, por que no hay NADIE que morir, puesto que el ego es sólo nuestra memoria de recuerdos, que nos dan la falsa sensaci{on de un YO individual el cual estan efimero como el PUÑO que desaparece cuando abr{o mi mano. Si no hay un YO entonces no hay Quien MUERA.. cuando comprendamso esto fluiremos como RIOS DE AGUA VIVA!
Hola Alex,
Vivenciar la VERDAD, que tan bien apuntas en tu comentario, es la meta de todos lo que de una u otra manera trabajamos por liberarnos de conceptos, como vía necesaria para expandir la conciencia del Ser que anida en cada persona.
Matrix no sólo en la estructura del sistema exterior, sino la más difusa y engañosa de todas: la que anida en nuestra mente.
«Elegir» es el poder que nos queda 🙂
Gracias por tu comentario y tu interesante página.
Saludos,
juan
juan