Inmersos como estamos en un confinamiento global, sorprende con mayor intensidad las tristes noticias que nos llegan de Estados Unidos. Mientras que en Europa la tensión provocada por esta crítica situación ha comenzado a aflorar las miserias de una «unión europea», en Estados Unidos parece que entre las máximas prioridades de sus gobernantes no se encuentra salvaguardar la vida de sus ciudadanos ante esta pandemia.
En España, el grado de eficacia de sus dirigentes ante esta situación lo define el número creciente de muertos (en este momento, 8.464), que supera desde hace días a los fallecidos en China (3.312), con una población treinta y tres veces mayor que la española; y además, con el agravante de haber tenido que solventar su situación partiendo de cero conocimiento sobre el virus que afectaba a su nación.
En el otro extremo tenemos a países como Corea del Sur (165 fallecidos), que ha sabido actuar con celeridad y eficacia, limitando drásticamente el número de ciudadanos fallecidos y las consecuencias económicas para su país; o de forma excepcional Vietnam (0 fallecidos), a pesar de compartir más de mil kilómetros de frontera con China.
Por eso sorprende y resulta inconcebible a priori que el presidente de Estados Unidos considere que su equipo de gobierno «ha hecho un muy buen trabajo» si consigue evitar que el número de compatriotas fallecidos no supere las doscientas mil personas. Independientemente de los intereses de Estado que han justificado que el gobierno de USA no se haya preparado en estos meses (como tampoco se han preparado la mayor parte de los países de Europa), está el factor psicológico de los ciudadanos estadounidenses. Si no fuera por la trágica situación que se vive, resultaría una triste ironía que el gobierno del país con la mayor capacidad defensiva/ofensiva del planeta, con diferencia, no pueda evitar que se produzca una masacre en su población, propagada por su ciudadanía en su propia tierra, por un enemigo invisible que lleva dando señales de su grado de potencial infeccioso desde finales del pasado año.
Harán falta en todos los países del mundo grandes dosis de esfuerzo y fe para superar esta situación. Y un gobierno a la altura de las circunstancias. Y una población implicada que le siga, apoye o corrija, si es que queremos que la sociedad -que ha demostrado en todos los países que se vale por sí misma-, consiga ser dueña de su destino. Aprovechemos este paréntesis de confinamiento para ir más allá, para imaginar siquiera qué podría suceder cuando el mundo se libre del covid-19.
Decía Buda en uno de sus sutras que la vida se siente en su máxima intensidad en función del nivel de inseguridad con que la vivamos: «Cuanto mayor sea tu inseguridad, mayor será tu vitalidad; cuanto mayor sea la falacia que conocemos como seguridad, menor será tu vitalidad. Y para vivir la inseguridad y dominarla hay que vivir en la soledad; hay que aprender a vivir con uno mismo.»
Ojalá esta situación de inseguridad global y colectiva nos ayude a todos -a personas y países-, a despertar a la posibilidad de una civilización más acorde al medio natural -que será nuestro principal legado para las siguientes generaciones-. Y a ser posible, a una sociedad, a un modelo de convivencia, donde el ser humano recupere el eje central, su valía y su dignidad, y no se limite a ser un elemento numeral desechable de producción y consumo.
De todos depende implicarnos en lo cotidiano para que esto suceda. Quizás entonces a los dirigentes de nuestros países no se les planteará disyuntiva alguna al tener que elegir -como antiguamente planteaban los maleantes-, entre la bolsa de una nación o la vida de sus ciudadanos.
No es un cambio de moral o de discurso ideológico. Es un giro vital de consciencia.