La única labor es aceptar la expiación para ti mismo, porque al hacer esto, se desmorona todo el tejido que constituye la perspectiva existencial de tu vida y de tu propia identidad.
Al desaparecer la identidad de quien creemos ser -una persona que está aislada en la privacidad de su mente, con sus pensamientos, sus sentimientos y percepciones, y acorazado en la vulnerabilidad de su cuerpo- se expande la experiencia espontánea y constantemente variable de la existencia en lo que es, como lo que es, sin un ser independiente con libre albedrío, criterio personal y responsabilidad de sus actos. Esa muerte en vida es en realidad la muerte del paradigma subjetivo en el que vivimos el 99,999999% de la humanidad.
El advaita señala también esta realidad, la Realidad. Realidad que, al ser todo abarcadora, no permite el distanciamiento de un observador -o sea, nosotros-, que pueda observarla y analizarla. Sólo puede ser entendida al ser vivenciada en la fugacidad de cada momento. Fugacidad tan fulgurante y siempre cambiante, que no nos da tiempo de posicionarnos de nuevo en una ilusoria identidad de poder. Realidad que, por tanto, está más allá, antes, al margen, del tiempo. Realidad que, al contrario que las palabras y razonamientos, se vive siendo en ella como el surfista integrado con éxtasis en la cresta de la ola, momento a momento, con intensidad y humildad; agradecido por esos instantes de absoluta comunión. El humano deja a un lado los pensamientos, al pensador, a la mente y su cuerpo, y simplemente desaparece en el gozo de ese instante pleno.