“Hoy es siempre todavía”
Antonio Machado
Los llamados “indignados” pretendieron hacer público y manifiesto esa creciente sensación de hastío e indignación de la sociedad ante un país sometido al Poder por parte de quienes debieran representar la supuesta soberanía popular de cualquier Democracia saneada. Pero se constató que a pesar de su energía renovadora (aún latente) nuestra Democracia todavía se encuentra adormecida, inmadura, sometida al control del entrelazado juego de intereses de los poderes “independientes” que proclama nuestra Constitución. O quizás, simplemente, seamos nosotros como pueblo los que nos estemos dando cuenta de las consecuencias de nuestra inmadurez e inconsciencia democrática.
Tras un año desde aquel brote de agitación colectiva contra los cada vez más descarados abusos de banqueros y políticos -que en vez de fuerza emplean protocolo normativo y justificación económica para seguir arrebatando derechos y dignidades sociales-, llegó el fenómeno Bankia.
Y así, mientras cuarenta millones de personas están viendo reducida su educación, su sanidad y en general las condiciones esenciales de vida de cualquier Estado que se considere de “bienestar”, el gobierno manifiesta sin ambages su total disposición a brindar a esta entidad el doble, el triple y casi el cuádruple de lo recortado a sus cuarenta millones de gobernados. Y todo por una mala gestión de esa entidad. Y sin pedir responsabilidades…
Y así, a golpe de indignidad, se ha acrecentado en la población el desánimo, la crispación y el miedo. “¿Por qué el gobierno no se hizo cargo de la deuda de diez mil millones de euros en sanidad y educación y sí lo va a hacer, posiblemente hasta cuadruplicar este importe, para sanear esta entidad bancaria?” Ésta y otras preguntas que intentan hallar sentido en este sinsentido comienzan a sacudir cada vez más consciencias.
Así, ante esta situación –con un barco sin capitán, ni timonel ni rumbo, rodeados por una flota de países europeos cuyo espíritu unionista se hunde como el Titanic, abordando a golpe de “rescate” los más poderosos a los más empobrecidos- algunos ciudadanos, organizaciones y colectivos se muestran partidarios de la opción de la insubordinación social radical antes que seguir sufriendo indignidades aún más graves.
Otros ciudadanos callan: algunos, esperanzados; otros, más que esperanzados, temerosos de avivar un conflicto que devenga en revuelta civil… Y así andamos mientras, siendo abordados como país bajo la bandera eufemística de “rescate europeo”.
Más allá del buenismo y del fatalismo hay realidades manifiestas. Una de estas realidades es que la Democracia española se halla debilitada. Tras “casi” cuarenta años de convivencia democrática en los que gran parte de la secura de licencias reprimidas se nos ha satisfecho, hemos comprobado que vivir realmente en Democracia exige una contraprestación en forma de compromiso.
También hemos comprendido que para que un Estado de ponderada libertad se mantenga saneado, se hace necesario inevitablemente la implicación directa y constante de su ciudadanía. La libertad exige responsabilidad, al igual que la Democracia.
Otra realidad es que la pobreza de un país no tiene que ir pareja con la dignidad de sus habitantes, especialmente si asumen su pobreza… Actualmente España es un país pobre. Según un reciente informe de Unicef, los niños españoles son el colectivo social más afectado por la crisis económica, con casi dos millones doscientas mil niños (2.200.000) viviendo por debajo del umbral de la pobreza; unas cifras sólo superadas en la Europa de los veintisiete por Rumania y Bulgaria.
Quizás sea señal de fatalismo considerar que nos hallamos experimentando una nueva clase de guerra. No una guerra de fuerza ni una guerra fría, sino aquella cuya estrategia se centra en conseguir el control económico de los países a someter, aprovechándose de la ineptitud o complacencia de sus dirigentes así como del letargo, la desinformación, la desunión o incluso la cobardía de la población a la que somete.
Esta guerra aspira a una globalización uniformadora y monopolizadora tan plana, pobre e innatural como la que surgiría si pretendiéramos que todas las tribus, etnias y culturas del planeta tuvieran la misma moneda, la misma lengua y la misma idiosincrasia impuesta tras el desarraigo de sus raíces ancestrales. “Raíces” que no sólo señalan metafóricamente la estrecha vinculación que ha de existir entre los habitantes de un territorio, y el cuidado y respeto hacia su espacio, hacia su naturaleza y hacia todo aquello que los hace únicos y distintos del resto de su especie. Democracia y responsabilidad ante nuestro medio ambiente van también de la mano, no sólo por buenismo, fatalismo o ecologismo, sino por hallarse en la Naturaleza que nos permite la vida, gran parte de nuestro futuro además de nuestra esencia.
Ante la creciente gravedad que toma esta crisis algunos piensan que es hora de dejar las buenas formas a un lado y llamar a las cosas contundentemente por su nombre, por mucha crispación que este proceder genere. Podemos jugar entonces al mismo juego que han jugado los políticos desde tiempos de Roma: la lucha de poder por el poder a base de dialéctica, con la intención principal de erosionar la imagen del grupo o de las personas que ostenten el poder en ese momento. (Se erosiona el proyecto con argumentos, y si no hay argumentos, se erosiona la imagen pública de quien obstaculice sus intereses.)
Pero también podemos tratar de recoger el testigo y actuar en consecuencia, tomando parte activa, decidiendo como individuos y ciudadanos por nuestro propio criterio en vez de limitarnos a seguir liderazgos ajenos. Este cambio nos exigiría mayor responsabilidad -porque como bien sabemos es menos grato tomar decisiones y asumir sus consecuencias que seguir órdenes externas- pero también nos brindaría una mayor y más profunda sensación de libertad, de dignidad y de coherencia, convirtiéndonos en ejemplos vivientes de aquella histórica máxima de Gandhi aplicable a cualquier sociedad y tiempo: sé el cambio que quieres ver en tu mundo.
Que ese rescate de valores sociales y humanos se nos haga efectivo de forma individual, a golpe de trabajo interior, voluntario y responsable. Que el respeto a las instituciones democráticas por parte de las personas que las gestionan y nos representan impere en su proceder, y cuando no sea así el caso, que seamos los ciudadanos como miembros de la sociedad los que de manera responsable y solidaria exijamos sin dobleces su rectificación, o llegado el caso su dimisión.
Que cada cual en su actividad profesional o en su entorno social intente convertirse en ejemplo viviente de lo que desea sea su sociedad. Sólo así seremos capaces de trascender la inercia de la sumisión colectiva y trastocar la mente y el corazón de todos, comenzando ineludiblemente por los de cada uno.
Más allá del buenismo y del fatalismo, que así sea… desde hoy mismo.
Publicado inicialmente en Fundacion Civil