El penúltimo paso
Este penúltimo paso en el camino, al no ser mental, trasciende incluso las palabras. Se trata de una comprensión no sólo intelectual o teórica, sino la propia sabiduría que nos brinda la vida en la experiencia directa de existir. Desde esta perspectiva experiencial, comprendemos el aparente fracaso que ha supuesto comprometerse durante tantos y tantos años con nuestra sesuda misión de “buscador espiritual”, para acabar descubriendo por propia experiencia que lo único real que buscábamos ya lo somos y nunca hemos dejado de serlo. Siempre hemos sido “Eso”. Somos en Eso: nuestra vida física, mental, espiritual, perceptiva -y en cualquiera de los niveles o frecuencias que queramos enfocar nuestra existencia-, transcurre siempre en y gracias a la presencia de Eso.
Asumir que hemos sido educados por una sociedad que valora como prioridades esenciales creencias que sabemos ilusorias, puede provocarnos un verdadero colapso interior. Más nos puede sorprender, cuando comenzamos a comprender que la idea del buscador que creíamos ser -la persona con la que tanto nos hemos identificado durante casi toda nuestra vida-, constituye a la vez el mayor obstáculo y el “alimento” para que este proceso de búsqueda se eternice hasta el fin de nuestros días. Comprendemos (o es comprendido en nosotros) que hemos de renunciar a esta lucha mental, a este intento infantil de jugarle bien las cartas a la vida. Como consecuencia de esta comprensión, crece en nosotros el deseo de entregar con sincera humildad nuestra supuesta voluntad de poder a este “poder superior”: a “Eso”, que permite darnos cuenta de nuestra existencia y experimentar el ciclo de existir, al igual que sucede con el resto de seres y la manifestación en su conjunto.
En este punto de desconexión con lo que creíamos y nos habían enseñado que era “la realidad”, es posible que el nivel de miedo se intensifique y avive incluso el temor. Estamos embarcados en un terreno que nos exige soltar creencias esenciales, y ese soltar implica en sí riesgo, temor y soledad. Es muy probable incluso que la mente -nuestra querida vocecilla torturadora-, nos haga plantearnos si realmente estamos perdiendo la cordura… Quisiéramos volver atrás y ser “normales”, como las personas que no se plantean interrogantes existenciales y viven sus vidas tranquilas, al menos en apariencia. Pero como nos advierte el sabio Ramana Maharshi: “Tu cabeza ya se encuentra dentro de las fauces del tigre. No hay escapatoria”. Aparentemente, dimos el primer paso, y según hemos ido avanzando en nuestro imaginario sendero, la fuerza de atracción ha ido aumentando y ejerciendo inexorable su trabajo hasta el fin del camino: la muerte física, o de la ilusión en la que la mayoría de los seres humanos creemos vivir como seres finitos, independientes y con voluntad propia.
No nos queda otra alternativa que reconocer el desaguisado existencial en el que nos encontramos -según nuestra mente- y volcarnos de lleno en la entrega, con honesta humildad y fe, como hizo el hijo pródigo al darse cuenta de su fracaso. Es la entrega que señala la enseñanza en este punto del camino: el poder del amor como energía que unifica todo, desde nuestras incomodidades cotidianas a nuestros mayores temores; nuestras mayores alegrías, nuestro ordinario existir, nuestros juicios y prejuicios hacia nosotros, los demás o la vida en sí –todo nuestro existir-. Si todo es Amor, yo también soy Amor, sea lo que sea. Si todo es Amor, el Amor ha de ser ajeno al tiempo, invariable, siempre totalidad. Ha de contener a todo desde el inicio de los tiempos. Por supuesto, el Amor sentido y vivido como una energía, como una llamada, como un riesgo, como un actitud de vida, como un maestro magistral de honestidad sanadora con uno mismo; como el Misterio de los misterios que habita desde el vacío en un átomo hasta el sin fin de las estrellas… El amor en minúsculas, el humano, el dual, el del toma y daca, el contractual, sólo comparte sus letras y unas migajas de su sentido. «Eso» es el Amor inefable, la Vida, Dios. Es la energía inteligente, amorosa y consciente que puede hacernos sentir tan vivos y plenos, que nos funda en el ordinario éxtasis de lo cotidiano con sus pequeños guiños de divinidad. El Amor sin apellidos, el que lo absorbe todo: desde lo más sublime y espiritual hasta lo más horrendo. Y puestos a ponerle apellidos, el Amor puro, incondicional.
Se nos presenta una ocasión única para querer ser -quizás por primera vez en nuestra vida-, honestos con nosotros mismos al ciento por ciento: honestidad pura. Descubrimos así, para nuestra sorpresa, que la persona que creíamos ser no es realmente quienes somos. Empiezan a desvelarse desde esa honestidad interior, capas y más capas de condicionamientos en forma de creencias o prejuicios, que por activarse como una reacción inconsciente, sin darnos cuenta siquiera, dábamos por hecho que eran rasgos propios de la personalidad que creíamos ser. Descubrimos así que, como afirman los sabios, somos el cielo limpio e inmenso, capaz de cubrirse por completo de nubes y relámpagos y, sin embargo, mantener intacto el poder silencioso de su pura presencia. En esta cura sanadora de honestidad brotan capas de rosas y azucenas, pero especialmente de lodo y espinas.
Se produce en este tramo un traslado de responsabilidad: de nosotros -que pensábamos ser individuos responsables (y culpables)- a una “entidad” que nos trasciende, con una comprensión que no sólo es mental sino ante todo vivencial -presente, despierta- y del que da testimonio nuestro propio misterio interior. Sabemos que no sabemos, pero esta ignorancia asumida, lejos de resultar incómoda resulta clarificadora. Asumimos finalmente que nosotros no podemos saber lo que somos, pero sí podemos ser en lo que somos. Eso implica ser más auténticos, más honestos y más humildes, al ser liberados de ese sentido de responsabilidad personal del que brotan emociones tan enfermizas como el orgullo, la vanidad, el odio, la culpabilidad o el resentimiento.
La pieza última del puzzle es el puzzle en su conjunto. Y el puzzle no existe. No queda nada, salvo existir y disfrutar de esta mágica y misteriosa existencia. La pieza que buscábamos ante nuestros ojos era la zanahoria que nos impedía ver la belleza de la imagen ya completa… Con el colapso del paso final -que si Dios quiere (si me permiten la expresión) nos es dado-, se produce una inmensa sensación de alegría, de expansión, de liberación. Como la mariposa, dejamos atrás la forma del gusano, que sin saberlo se había autoimpuesto los límites del capullo en que se había convertido la personalidad que creíamos ser. Sólo queda en nosotros esta comprensión abierta, espontánea, constante, limpia, sin lastres del pasado y que resulta en sí misma vida, consciencia y dicha.
Este último paso, el decisivo, está fuera de nuestras capacidades. Es lo que señalan los sabios: esta revelación está en manos de la Gracia de Dios, de la Vida, del Ser o del concepto que más se aproxime a tu visión de Eso. Nosotros sólo podemos dejarnos ser llevados en este largo camino que resulta ser para nuestra sorpresa un camino imaginario, pues nunca hemos dejado de caminar desde el Amor hasta el Amor. No comprendemos el Amor, pero sí nos entregamos maravillados a Eso. Y en esa entrega, como ola que sucumbe a la gravedad en el océano, desaparecemos y somos en Eso.
Ojalá tú que lees y yo que escribo, nos fundamos durante esta vida humana en la gran carcajada de este único instante, vivo e intemporal: el instante santo, constantemente cambiante, en el que sucede la manifestación de la vida. Eso es lo que deseo en mi camino personal, en mi periodo de existencia, por encima de otros logros. Y es lo que deseo a todos: finalizar durante este ciclo de vida, conscientemente, el ilusorio camino del Amor al Amor.
Sanación (1/3)
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