«Quedé intrigado por saber más sobre Alain, un hombre al que sus tormentos y sueños de infancia le empujaron a un viaje extraordinario, primero como pastor y luego como payaso, que le llevó a adquirir una comprensión profunda y única sobre la condición tragicómica de la vida humana». Son palabras de Frederico Custódio, director de este documental centrado en la vida y labor de Alain Vigneau.
«Brizna de amor» nos ofrece una visión biográfica e intimista de su protagonista. Acompañados de su amigable mano, conoceremos su periplo personal, marcado por la muerte de su madre cuando aún era un niño. Las circunstancias de su ausencia y la forma en que se le informó del fatal suceso, hicieron que se encerrara durante un tiempo en sí mismo; de ser un niño vivaracho, pasó a no decir ni una palabra durante mes. Como nos sucede en la infancia, creía que de alguna manera él debía haber sido culpable de algo a los ojos de Dios para recibir tan dura experiencia. Como comenta en el documental, desde su lógica de niño era mejor sentirse culpable que nada.
Alain Vigneau recorre con nosotros el pasaje de su vida hasta el presente, y lo hace con honestidad, valentía y compasión, compartiendo recuerdos, experiencias y objetos personales, especialmente aquellos que en su simplicidad avivan nuestra infancia, época maravillosa y trascendental, en la que todavía no nos habían cercenado la pureza de nuestro corazón con los reveses incomprensibles e inevitables de la vida.
En sus talleres se trabaja el potencial de grupo como herramienta sanadora del individuo, de su «niño interior», de la opresión angustiante de nuestra «coraza oxidada». En ellos, como nos muestra el documental, tratan de romper mediante juegos y representaciones los bloqueos de culpa y vergüenza, recibiendo la aceptación incondicional del otro, del grupo, que no deja de ser un reflejo del verdadero carcelero y verdugo: las sombras de nuestra mente. Por medio del otro, reflejo nuestro, alcanzamos por fin el perdón. Ese perdón que señala Alain Vigneau, que no deja de ser mostrar nuestra vulnerabilidad, nuestro derecho a bajarnos del mundo, a no «tener que», a no «deber hacer» esto o lo otro; a no forzarnos a aparentar una madurez, una firmeza, un conocimiento, una rigidez, que tan sólo intenta encubrir la angustia, el miedo y nuestro desconcierto ante hechos o estados que nos superan, que no comprendemos, que no podemos o queremos aceptar «porque sí», por mucho que nos lo exijan los otros, la cultura dominante o el medio.
En ese hacer las pases con nuestro «niño interior» -quizás, quién sabe, con la unicidad de «Dios», con la vida tal cual no es dada- surge la comprensión aliviadora de que, a pesar de las apariencias, nadie sabe nada. Como comenta en el documental un compañero payaso de Alain Vigneau, asumir que toda la vida que conocemos orbita en el vacío en una frágil esfera que gira a 1673 km/h, es motivo suficiente como para reírse de esta tragicómica, misteriosa y mágica locura que es vivir.
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