Saber esta verdad del Amor toma un segundo, una eternidad o una vida. La enseñanza es bien sencilla, pero cada uno ha de llegar a ella en la complejidad de su propio camino .
No sabemos por qué razón, aprendemos a reaccionar de una manera errónea cuando somos heridos en nuestros sentimientos. Cuando hieren nuestro corazón, nuestra dignidad, nuestra entrega, tendemos a bloquear nuestro sentir -a «trancar las puertas de nuestro corazón», a aislarnos-. Creemos erróneamente que al hacer esto, al no permitirnos sentir, al no abrirnos al sentir, evitaremos una nueva herida, un nuevo impacto de dolor. Sin embargo, al hacer esto, lo que conseguimos es mantener encubado en nuestro corazón -en nuestro interior, en nuestro cuerpo- esa sensación de dolor que nos negamos a experimentar.
Creemos también erróneamente que al no abrirnos al sentir conseguiremos «endurecernos», bloquear nuestro corazón antes nuevas flechas de amargura y desilusión, y a la larga, dejaremos atrás ese antiguo dolor que de sólo recordarlo aún nos hiere.
Los traumas, los conflictos insconcientes, las heridas emocionales, suceden y persisten precisamente por actuar de ese errado modo. El dolor queda así enquistado, «enterito», y seguirá ahí, a perpetuidad, molestándonos a cada instante como una piedrecita dentro de nuestro zapato… No son comparables, por supuesto, los «traumas» comunes (los sinsabores que todos hemos de experimentar en el curso cotidiano de la vida), con vivencias puramente traumáticas, como pueda ser un abuso severo o una lesión física grave.
Es precisamente nuestra disposición a entregarnos a la realidad irrepetible de este presente la que poco a poco va empoderando esa capacidad de apertura. En la medida en que conseguimos abrirnos, en la medida en que confiamos en el poder, la bondad y la sabiduría del amor, en sus tiempos y métodos de trabajo que sólo conoce la Vida, más nos permitimos que el transcurrir ordinario de nuestra existencia nos ayude a sanar. En gran medida, es una labor activa que aparenta pasividad: una entrega confiada a la sabiduría amorosa que impregna todo lo que tildamos de «bueno» y «malo» en nuestra existencia.
La enseñanza, insisto, es bien sencilla porque es natural, espontánea, viva y fácilmente constrastable en nuestra experiencia. ¿Quieres probarla en ti? Pues vuelve una y otra vez, las veces infinitas que sean, a empoderarte en el presente en el que estás sucediendo en la vida e intenta que las reacciones automáticas de rechazo a tal persona, recuerdo o situación que te active la experiencia presente sea, al menos, recibido con nuevos ojos: sin juicios y, en la medida que sea posible, con mayor apertura, permitiendo que esta vez ese prejuicio o resentimiento aflore a la superficie sin nuestra negativa a experimentarlo. Y lo más importante quizás, sin indentificarnos tan intensamente con esa experiencia de sufrimiento emocional ni entrar en un debate interior sobre su existencia. Simplemente observarlo, compasivo en nuestra indiferencia, y dejarlo ser.
Aun siendo un proceso que posiblemente nos lleve una vida, cada vez que nos permitamos quitar una piedrecita de nuestro zapato, suspiraremos aliviados y disfrutaremos más relajadamente el camino. Es una especie de soltar, abrazando, desapegado pero compasivo a lo que se experimenta, a lo que creemos ser y a lo que como hecho vivencial es.
No es un soltar que olvida sino que asume, abraza, disuelve, integra, libera, sólo con nuestra aceptación a experimentarlo desde el amor a uno mismo, como haríamos con la experiencia desagradable que sufriera frente a nosotros nuestro mejor amigo.