“Impartí en una ocasión un taller de clown esencial en la Riviera Maya de México, cerca de las maravillosas ruinas de Tulum. Una participante, de naturaleza tímida y poco expresiva, llevó a cabo una hermosa improvisación llena de espontaneidad, frescura y libertad. Al terminar, sorprendido por esta metamorfosis, le pregunté: “¿Adónde fuiste?” A lo cual ella me respondió conmovida: “Me fui a un lugar sin ojos”.
¡Un lugar sin ojos! ¡Qué hermosa fórmula para describir un estado de plena libertad! Dejándose guiar por la inspiración que brota de ese lugar interno donde el mundo de afuera no tiene poder, sin el peso de la aprobación ajena ni la amenaza del juicio externo, ella había experimentado un genuino gozo, fluido y ligero, un placer arcaico e infantil; había reconquistado su derecho natural a simplemente ser feliz, ¡aunque fuese por unos minutos!
Por las sonrisas iluminando las caras de los demás participantes, era obvio que aquel estado de gracia le enriqueció a ella pero también al resto del grupo, testigo cómplice de una legítima revancha en la conquista de su vitalidad.
En definitiva, lo que piensa el otro de mí es independiente de mi voluntad, apenas sí es mi asunto. Lo realmente decisivo, por su capacidad de hacerme tambalear y dañarme –lo que verdaderamente configura mi mundo interno-, es lo que yo a mi vez pienso acerca de lo que el otro parece opinar de mí. Y eso, afortunadamente, depende de mí. Así me lo expresaba una participante: “Me di cuenta de que el miedo a la mirada de los demás no era más que el miedo a mi propia mirada, mi propio juicio hacia mí misma proyectada hacia fuera”.
Alain Vigneau
