El VIAJE DE RIDDHI

Rhythm Cero: los límites de nuestra humanidad

Marina Abramović durante la performance Rhythm 0, con expresión solemne mientras una persona le apunta con un arma y otra le ofrece una rosa, junto a una mesa con 72 objetos.

En 1974, la artista serbia Marina Abramović llevó el arte performativo a un extremo sin precedentes. Durante seis horas, permaneció completamente inmóvil frente al público. La propuesta se tituló Rhythm 0 y consistía en permitir que los asistentes interactuaran libremente con su cuerpo.

Sobre una mesa dispuso 72 objetos. Algunos eran inofensivos —como una rosa, una pluma o una copa de vino—. Otros, en cambio, podían causar daño real: entre ellos, una pistola cargada con su bala correspondiente.

Abramović se atrevió a plantear una pregunta radical: ¿hasta dónde puede llegar el ser humano cuando se le otorga poder absoluto sin consecuencias? Una pregunta no tan lejana de la que se hizo, en 1961, el psicólogo Stanley Milgram con su célebre experimento sobre la obediencia a la autoridad. Aquella investigación —que causó un enorme revuelo en su momento— trataba de medir hasta qué punto una persona era capaz de infringir daño a otra simplemente por seguir órdenes.

Décadas más tarde, en 2009, el profesor de psicología social Jean-Léon Beauvois llevó a cabo una variación del experimento Milgram, esta vez dentro del formato de un concurso televisivo. Pero la perfomance de Marina fue aún más radical: no delegó en la figura de una autoridad externa alguna, sino que entregó directamente al público, a la persona, la responsabilidad total de sus actos. Al mismo tiempo que eliminaba la responsabilidad también se la otorgaba, puesto que no había una figura superior a la que culpar de nuestros actos. Uno era libre de ser compasivo o brutal.

En el experimento de Milgram, los participantes podían refugiarse en la coartada de la obediencia. En Rhythm 0, no había nadie más a quien culpar. Ella se ofreció como objeto, despojándose públicamente de su voluntad, y dejando que fueran los demás quienes decidieran qué hacer con su cuerpo. Colocó un cartel que decía:

“Durante este periodo soy un objeto. Asumo total responsabilidad. Tú puedes hacerme lo que quieras.”

Y el resultado fue tan revelador como inquietante. En su cuerpo se proyectó una verdad incómoda: cuando se niega la humanidad del otro, también se anula la propia. Lo exterior se convirtió en espejo de lo interior.

A lo largo de esas seis horas, las reacciones del público fueron diversas. Algunas personas actuaron con cuidado y respeto. Pero otras no tardaron en cruzar límites que, fuera del contexto de esa sala, considerarían impensables.

Algunas de las acciones más impactantes:

1. Desnudez forzada
Le cortaron la ropa con cuchillas y tijeras hasta dejarla completamente desnuda. No fue un gesto simbólico, sino un acto físico, crudo y ejecutado con frialdad.

2. Agresiones físicas
Le clavaron espinas, la empujaron, la arrastraron por el espacio. Su cuerpo terminó visiblemente marcado por la violencia.

3. Pistola cargada
Una persona colocó la pistola en su mano y apuntó hacia su cabeza. Otra introdujo la bala en el cargador. Algunos asistentes intervinieron entonces para frenar lo que podría haber sido una tragedia real.

4. Agresiones sexuales
Hubo tocamientos explícitos, vejaciones y exposición de su cuerpo. Todo mientras ella permanecía impasible, fiel a su rol de objeto pasivo.

5. Degradación progresiva
Lo más perturbador no fue un gesto aislado, sino la transformación colectiva. Al principio, el ambiente era contenido. Con el paso de las horas, al ver que no había consecuencias, surgió lo peor: sadismo, abuso, indiferencia.

6. El final
Cuando Abramović se levantó y empezó a caminar entre el público, muchos no soportaron su mirada. Quienes habían participado en las vejaciones —o simplemente observado sin oponerse— evitaron cruzarse con ella. Otros huyeron directamente de la sala.

Después, Abramović diría una frase que resume toda la experiencia:

“Si se lo dejas al público, te matan.”

Rhythm 0 marcó un antes y un después en el arte de performance. Más que una obra, fue un espejo. No solo reveló la vulnerabilidad del cuerpo expuesto, sino también los rincones más oscuros de la condición humana cuando se le quitan los frenos y se borra la responsabilidad.

En un video reciente, Marina Abramović evalúa lo que supuso ese experimento en su vida.  Esta es la traducción de una posible reflexión de ella sobre lo vivido (contiene imágenes de la perfomance).

⚠️ Advertencia: El siguiente texto contiene descripciones explícitas de violencia física y sexual que pueden resultar impactantes o herir sensibilidades. 


Una de mis piezas más extremas fue aquella en la que llevé mi cuerpo al límite. Nunca quise morir, pero me interesaba comprobar hasta dónde puede llegar la energía humana. Hasta qué punto se puede forzar, explorar y traspasar sin quebrarse. Y lo que descubrí fue revelador: no se trata del cuerpo, sino de la mente. Es la mente la que empuja hacia lugares que uno jamás habría imaginado.

La noche de la actuación comenzó con calma. Al principio, algunas personas me ofrecieron pan, me regalaron rosas. Los gestos eran amables, incluso cuidadosos. Pero a medida que la performance avanzaba, algo cambió. El público empezó a comprender que realmente tenía libertad absoluta para hacer lo que quisiera. Y entonces, esa libertad mostró su doble filo.

Usaron cuchillas de afeitar para cortarme la ropa. Luego, fue agredida sexualmente de distintas maneras. Volvieron a usar las cuchillas, esta vez para hacerme cortes en el cuello y otras partes del cuerpo. Algunos bebieron mi sangre. Otros me golpearon, me abofetearon, me clavaron espinas de las rosas o me hicieron cortes con ellas.

Más adelante, me ataron a una mesa. En la cuarta hora, alguien empuñó una pistola cargada contra mi cabeza e intentó que con mi propio dedo accionara el gatillo. Este gesto desató una pelea entre los presentes.

Para entonces, el público ya estaba dividido. Un grupo se había entregado a la experiencia sin poner límites a su agresión. El otro trataba de protegerme, de recordarle a los demás —y a sí mismos— que seguía siendo un ser humano.

Así, mientras unos me secaban las lágrimas, me ponían vendas en las heridas o me abrazaban al finalizar la experiencia, otros desaparecían sin mirar atrás. Cuando, tras las seis horas, me puse en pie y caminé hacia el público, quienes me habían dañado huyeron, incapaces de sostener la mirada o aceptar lo que habían hecho.

Rhythm 0 no fue solo una obra de arte. Fue una prueba cruda y sin anestesia sobre el poder, el consentimiento, la responsabilidad y los límites de lo humano. También expuso algo que seguimos esquivando: cuando el otro deja de ser visto como humano, todo puede ocurrir… y a veces ocurre.

Categorías: SER

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